Volver a vivir

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En 2014 Sean Hanish dirigió la película Return to Zero proyectada en los cines españoles con el título Volver a vivir. El argumento nos presenta a unos padres que, ilusionados, esperan un bebé el cual no llega a nacer al fallarle el corazón. Este hecho les obliga a afrontar el futuro con nuevos planteamientos, como si partieran de cero, obligándose a vivir.

Encerrados desde hace semanas por causa del COVID-19 me ha parecido oportuno reflexionar sobre esta situación y compartir un mensaje de esperanza, confianza e ilusión en
el porvenir, siendo conscientes de la excepcional realidad que estamos viviendo y de sus consecuencias. He asociado el momento actual con el argumento de la película, porque la ilusión con que en el pasado mes de enero afrontábamos 2020, esperanzados cada uno de nosotros con gozar de los acontecimientos, viajes, bautizos, bodas, reuniones y celebraciones que teníamos en mente, tanto como con llevar a cabo de manera exitosa los proyectos profesionales en los que estamos embarcados, se paró de repente, como aquel corazón del bebé deseado. Reflexionar sobre estos hechos nos obliga a ir por partes.

La primera parte es el momento presente, en el que podemos reconocer el estado de shock sanitario, económico, de convivencia y psíquico. Sé poco de  economía, de sanidad, de sociología, así que lo que pudiera decir sobre estos enfoques carecería del fundamento debido y, por otro lado, son muchos los artículos que tratan estas cuestiones por lo que me siento aliviado ahorrándoos mi opinión. En cambio he visto menos escritos sobre lo que sucede en el terreno psicológico, cuando las personas nos enfrentamos a situaciones como la actual de encierro, confusión y miedo, situaciones que podemos calificar de traumáticas.

Por mi formación y experiencia me permitiréis que os comparta algo de lo que conozco, que tiene que ver con la conmoción psíquica que estamos padeciendo. El trauma psíquico se define como la vivencia que aparece de modo brusco y afecta profundamente al individuo (Dorsch). Los traumas son vivencias de angustia, espanto, repugnancia o amenaza a la integridad física, causados por algún hecho o acontecimiento negativo que deja una huella –herida- o un daño, más o menos duraderos, en el psiquismo de la persona. Precisamente la palabra trauma proviene del griego y significa “herida”.

No hay duda de que la población mundial está viviendo en estos momentos una situación excepcional y traumática.  Nunca, hasta el presente, el ser humano había compartido a nivel planetario la angustia que provoca un enemigo real, invisible y letal en tan poco tiempo y afectando a tanta gente en cualquier lugar. Así lo califica Sandro Galea  -Decano de la Escuela de Salud Pública de Boston- al decir que “esta crisis es un acontecimiento traumático masivo sin precedentes, mayor que ningún otro por su dimensión geográfica”.

La vivencia traumática, sin embargo, no alcanza por igual a toda la población. Se hace necesario distinguir. La primera distinción que estamos obligados a hacer, creo yo, es la que
separa a la población confinada que vive una experiencia desagradable de aquella a la que el COVID-19 le ha removido o desgarrado su vida interior. Los infectados por el virus son los principales afectados, pues viven en distintos grados el temor a la muerte. En los casos
más graves su situación es de un desvalimiento casi absoluto. Solos, frente a un agente mortal que no distingue edad, sexo, lugar, ni condición, sufren un riesgo real y cercano de morir. Confían en la medicina y en los profesionales que la ejercen, a pesar de su reiterado
desconocimiento respecto de este patógeno. Pero dan la cara, acompañan y aplican lo que saben o suponen que ayuda a vencer la infección. Muchos pacientes, la mayoría, están superando la enfermedad, volviendo a respirar, a comer y a vivir como antes de este episodio, o casi. Sin embargo la vivencia que han tenido es claramente traumatizante.

Les siguen las personas allegadas a los fallecidos, muchos ancianos, otros más jóvenes, sanos y con futuros prometedores, cuyas vidas se han truncado de la noche a la mañana como la del bebé de la película. La angustia, desilusión, tristeza, incomprensión, rabia y toda
una panoplia de sentimientos se les acumulan sin saber cómo aliviarlos. El duelo necesario por la pérdida imprevista de ese ser querido, se ve condicionado –que no impedido- por las circunstancias en que se ha producido el óbito, en soledad, con la ausencia y lejanía de los suyos, sin poder decir el último “adiós”. Este dolor que hace aflorar recuerdos, momentos, promesas, alegrías y penas vividos con el fallecido, puede ser aliviado hablando de él con
otros, escribiendo sobre él, pensando y compartiendo con los demás aquello que nos actualice su memoria. De este modo la aflicción se alivia y la herida psíquica cicatriza. Pero el desgarro que significa la pérdida de un ser querido es una herida, un trauma, en su vida presente y futura.

En tercer lugar se encuentran quienes atienden a los enfermos, a los fallecidos y a los allegados de unos y otros: médicos, enfermeros, conductores de ambulancias, enterradores, auxiliares de geriatría, limpiadores, directores de residencias… que se mueven en el terreno pantanoso entre la vida y la muerte. Están más expuestos que la población en general, ven cómo se escapa la vida de los pacientes y de los residentes entre sus manos, sin poder
remediarlo por desconocimiento o por falta de medios y, aún peor, teniendo que decidir a quién aplican el remedio. Son profesionales con experiencia la mayoría, pero
ineludiblemente personas y sus emociones se remueven con tanta frecuencia e intensidad todos estos días-semanas que muchos de ellos requerirán –como luego veremos- cuidados
especiales. Su desvalimiento, incapacidad y, en ocasiones, sentimientos de culpa dejan igualmente herida la autoestima y hasta pueden afectar a su equilibrio emocional.

Quienes no se encuentren entre esos tres colectivos sufren, en cuarto lugar, el efecto de la pandemia, pero nada que ver con lo dicho. Son unos afortunados y debieran alegrarse de la suerte que están teniendo. El confinamiento será para ellos una experiencia desagradable, pero no traumática en sentido estricto, entiendo yo. El trauma psíquico, si es que alcanza a producirse en algún caso, será menor. Los niños se pondrán más pesados, inaguantables tal vez, pero se sientan a comer juntos en casa, duermen en su habitación y disfrutan de la película que les divierte. Incluso, en estas circunstancias, pueden descubrir intereses ocultos, compartir ilusiones renacidas, habilidades desconocidas y una nueva forma de relación que les ayude a crecer en convivencia y respeto. Podrán aparecer situaciones de incomprensión y agresividad, difíciles de gestionar en el grupo familiar. En estos casos les haría bien poner distancia emocional al episodio sabiendo que es producto del momento y que la suerte, frente a la pandemia, está de su lado.

La segunda parte de las circunstancias que estamos viviendo puede arrancar con una pregunta: ¿Qué consecuencias psicológicas son esperables de esta situación traumática? Como antes comentaba, al tratarse de una situación ex novo nadie puede predecir a ciencia cierta cuales serán. Sin embargo, por aproximación a lo que ha sucedido en circunstancias anteriores que se le pudieran parecer: guerras, acciones terroristas, hecatombes, epidemias, catástrofes que han afectado a miles o millones de personas se pueden prever algunas consecuencias.

La OMS estima que una de cada cinco personas, a nivel mundial, tendrá algún tipo de afectación mental. Desde mi punto de vista, esta afectación puede variar mucho de un país a otro, de una cultura a otra y de una persona a otra, pero podemos imaginarnos que se manifestará en ansiedad, estrés postraumático, depresión, mayor consumo de alcohol, violencia intrafamiliar, suicidios, intolerancia frente al diferente, delincuencia, irritabilidad, insatisfacción, tristeza, pérdida de interés por la vida o melancolía entre otras.

Hay estudios que evalúan el impacto de una crisis  económica y laboral en la salud mental de los ciudadanos. Según un informe de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS), la crisis económica de 2008 provocó en la sociedad española un incremento de la depresión en un 18 %; la ansiedad en un 8% y los  trastornos por abuso de alcohol en un 5%. Podríamos decir entonces, sintetizando mucho, que desde el punto de vista psicológico es esperable un conjunto de consecuencias de carácter psicopatológico y otro conjunto de consecuencias en el comportamiento normal de las personas.

La revista británica The Lancet, 395 (pág. 912 – 920) ha publicado un estudio reciente que revisa las evidencias científicas existentes sobre el impacto psicológico del confinamiento y sus efectos en la salud mental y el bienestar psicológico de las personas confinadas, así como los factores que mitigan esos efectos. Los resultados demuestran lo siguiente:

A) Impacto del confinamiento. Durante el confinamiento, las personas están más agotadas, ansiosas e irritables. Aparecen episodios de insomnio, poca concentración e indecisión. Se deteriora el rendimiento laboral. Se da una alta prevalencia de síntomas de angustia. Aparece un bajo estado de ánimo. El confinamiento es predictor de síntomas de estrés  postraumático y de depresión entre el personal sanitario, incluso tres años después del confinamiento. Los trabajadores sanitarios sienten mayor afectación psicológica con sentimientos de enfado, molestia, miedo, frustración, culpa e impotencia y se sienten menos
felices.

B) Estresores durante el confinamiento. Se han detectado los siguientes: A mayor duración del encierro peor salud mental y mayor estrés postraumático de la población confinada. Miedo a la infección, a contagiar o a ser contagiado entre los miembros de la propia familia.
Frustración y aburrimiento. Suministros inadecuados (comida, agua, ropa,…) como fuente de frustraciones, angustia y enfado hasta 6 meses después de la cuarentena. La información inadecuada, escasa o contradictoria es un factor estresante. La falta de claridad y predicción lleva a la población a temer lo peor.

C) Estresores tras el confinamiento. Los principales encontrados tienen que ver con la pérdida de capacidad económica que se supone vendrá después del confinamiento y la interrupción o pérdida de negocio o trabajo. Las personas con ingresos más bajos y/o los trabajos de menor cualificación, tras la cuarentena padecen mayor riesgo de tener problemas psicológicos, ira, ansiedad y depresión, como efectos del estrés postraumático.

D) Qué se puede hacer para mitigar las consecuencias del confinamiento. Los autores de este estudio encuentran en la literatura científica analizada las pautas siguientes:

  • Mantener la cuarentena el menor tiempo posible.
  • Informar de forma clara y suficiente a los afectados
    transmitiéndoles confianza y certidumbre.
  • Proporcionar suministros adecuados y seguros.
  • Reducir el aburrimiento y rebajar el estrés ofreciendo consejos y ejercicios sobre el control y manejo de ansiedad.
  • Finalmente, el transformar en altruismo la coerción, lo que significa tener conciencia de que el confinamiento evita contagiar a otras personas, o que otras personas se benefician del sacrificio de uno, en vez de vivirlo como una imposición injustificada, mejora la situación de encierro, facilita la adherencia al mismo y previene consecuencias negativas en la salud mental de la población.

A la pregunta formulada de qué consecuencias psicológicas son las esperables durante y tras el momento actual, los estudios –como el que publica The Lancet– señalan las consecuencias y pautas de conducta que se han dado en episodios parecidos anteriores, como las más previsibles. Ahora bien, hemos de tener en cuenta que hablamos de “episodios parecidos” no iguales. En el caso que nos ocupa, una circunstancia que puede introducir una variante en
la forma de comportarse la población en el futuro deriva, en mi opinión, del desconocimiento del agente agresor. En una guerra el enemigo está identificado; en una acción terrorista igual; en una catástrofe natural –riada, tsunami, erupción volcánica, seísmo, incendio- o humana –accidente aéreo, ferroviario o marítimo- se conocen las causas, los efectos, la localización, la extensión, la duración y hasta la probabilidad de ocurrencia.

En el caso del COVID-19, en el momento actual, no sabemos casi nada. No sabemos cómo se comporta, no sabemos cuál será su evolución y no sabemos cómo
combatirlo para vencerlo. Mientras estas dudas persistan las consecuencias psicológicas entre la población diferirán de lo que nos indican los estudios citados por la revista británica.
El desconocimiento de casi todos estos factores produce incertidumbre en la población, la incertidumbre genera miedo y el miedo es una fuente inagotable de malestar, desasosiego y angustia. El estado de ánimo de la población mejorará cuando tenga crecientes certidumbres, cuando se vayan conociendo respuestas ciertas a las dudas actuales y, sobre todo, cuando haya seguridad de que el virus puede ser neutralizado con certeza mediante un antídoto, una vacuna o cualquier otro remedio. Hasta entonces persistirá el miedo y las conductas “extrañas” en las relaciones sociales, laborales y hasta familiares.

Hay otra perspectiva que, en el plano psicológico, conviene tener en cuenta que es el de las diferencias individuales. No desvelo nada nuevo si digo que ante una misma situación dos personas pueden reaccionar de manera completamente diferente. Incluso la misma persona en diferentes momentos de su vida va a reaccionar de manera desigual. Por tanto, tras la experiencia del momento presente, vivida por cada individuo de una manera particular, su
salud mental se verá afectada y su comportamiento dependerá de:
– la exposición, en intensidad y duración, al riesgo de muerte vivenciada;
– el grado de vinculación y dependencia con personas fallecidas, el desgarro sufrido;
– el equilibrio mental o madurez psicológica antes de esta situación;
– las experiencias previas en situaciones traumáticas parecidas.

Estos factores pueden producir reacciones de superación y sobre-compensación que refuerzan el modo de ser del individuo, quien se sentirá más seguro, capaz y luchador. Es lo que sucede con personas que tras sufrir guerras, hambrunas y todo tipo de privaciones salen fortalecidas para el futuro. O bien, la experiencia particular le remueve tanto sus cimientos que le conduce por los abismos de la tristeza, la depresión y la autodestrucción.

En el plano psicopatológico es esperable que en los meses posteriores a la actual situación aumente la incidencia de cuadros depresivos graves, estados de despersonalización, fobias sociales, cuadros agudos de ansiedad o suicidios, por poner algunos trastornos. Pero también habrá un incremento de consumo de alcohol y de otras drogas, especialmente de ansiolíticos, trastornos del sueño, de la alimentación, de la conducta sexual, en el rendimiento escolar, mayor irritabilidad en las relaciones sociales y desconfianza. En el plano de la conducta normal el salir al mercado, visitar a los padres, saludar a un desconocido, mantener una reunión de trabajo, acudir a un partido de baloncesto, tomar un vermut, visitar una exposición, quedar a almorzar con un amigo, celebrar un evento o coger el autobús, puede verse afectada por la situación vivida. Es previsible que en el plano de la conducta individual se produzca una retracción o repliegue de las habilidades
comunicativas, un incremento de las conductas defensivas, agudización del punto de vista individualista y un acendrado conservadurismo.

Finalmente, me hago la pregunta que alguno se puede estar haciendo: ¿Cuándo comenzará una nueva etapa? ¿Cuándo podremos volver a vivir? Cuando desaparezcan las noticias que dan cuenta de infectados y/o muertes por causa del COVID-19, cuando la población tenga la certidumbre de que no corre riesgo porque el virus esté neutralizado, cuando el miedo con el que cada una de las personas ha vivido este periodo se vaya diluyendo en experiencias de disfrute en libertad, cuando en su memoria se vayan borrando recuerdos de lo visto u oído, cuando las heridas experimentadas hayan curado, cuando el virus sólo sea objeto de estudio científico y motivo de inspiración para la literatura y el cine. No hay un tiempo fijo, ni una fecha; cada uno requerirá un período de olvido, de confianza, de resiliencia que le disponga volver a vivir.

Volveremos a vivir, como los protagonistas de la película, superado el momento actual. Estoy seguro de ello porque como dice Joan Coderch el ser humano –y cito  extualmente- es un sujeto insaciablemente deseoso y anhelante, un ser que siempre desea, aspira, persigue,
busca y se siente impulsado por la esperanza. El ave de la esperanza nunca se rinde y presto levanta otra vez el vuelo en su porfiada persecución de la ansiada felicidad y del ideal, cuando apenas despunta en el horizonte aquella a la que Homero llamó «la sonrosada y riente aurora».

 

Florencio Martín Tejedor. Psicólogo Clínico.

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